Convivo con uno de los mayores colectivos étnicos de Reino Unido para intentar conocer su cultura, sus costumbres, sus problemas y su día a día.

31 de enero del 2014
Cuando
una comunidad entra dentro de otra comunidad, el resultado, la mezcla, es
irrepetible. Hay naciones dentro de naciones que son ya clásicas, que forman un
elemento más e irreemplazable. Los recién llegados traen sus características
para fusionarlas con las de sus anfitriones que, a su vez, se adjudican parte
de su sabiduría viajera, de su sapiencia traída de tan lejos. De esa unión
también surgen los conflictos. Más fascinante será la mezcla cuanto más
diferentes sean estos dos mundos que se han ido a encontrar. Es el caso,
por ejemplo, de los turcos en Alemania, los árabes en Francia… o los hindúes y
paquistaníes en el Reino Unido.
Después del colectivo
indio, la paquistaní es la mayor comunidad étnica de Inglaterra. Lleva
décadas conviviendo en casa de sus antiguos colonizadores y fusionándose con
ellos. Para conocer un poco de esta comunidad que te abre los brazos basta bien
poco. Una tienda de alimentación en el sur de Inglaterra, llevada por
paquistaníes, es un escenario inmejorable, descubro. Voy a convivir con ellos e
intentar conocer su cultura a través de su día a día, su alimentación y
hábitos. Voy a ser partícipe -apenas un vistazo rápido- de su realidad, de su
historia… y de sus muchas historias.
Me adentro, sumamente
ignorante, a conocer una nación de la que no tengo especial idea, que me parece
–por sus platos, su música, sus vestimentas típicas- cercanísima a la cultura
india. Ellos mismos me hablan de sus raíces con paciencia. Algunos son recién
llegados y otros, en cambio, aterrizaron en el país anglosajón antes aún de
venir a este mundo: de mano de sus antepasados. Los distingo, a ambos, por el
acento. También
existen otros, los más viejos, que llegaron en los años 50 y 60,
después de que su país se independizara y dejara de ser parte del
“British Raj”, en masa, a hacer los trabajos que los ingleses no querían hacer.
Es
el caso del chef, el trabajador más mayor de la tienda. No conozco su nombre;
le llaman un apodo que en urdu significa “viejo tío”. Lleva aquí, en
Inglaterra, cuarenta años y su inglés es muy mediocre (eso sí, el watafuck lo
clava). Es un hombre gruñón y adorable que nunca fue a una escuela. Tiene a
toda la familia en el continente añorado. Llegó en el tiempo en que cualquier
paquistaní tomaba el pasaporte y podía venir a vivir a Inglaterra, sin
más requisitos, como hoy hace un europeo, como yo misma he venido… ah, pero
ese tiempo acabó.
Ahora,
muchos de los trabajadores más jóvenes han venido con visados
temporales. Así hizo Tariq, un paquistaní de veintipocos de carácter afable
y solícito, que envía medio salario a su familia, que asegura ser “un poco
solitario”. Me toma tiempo pero acabo haciendo buenas migas con él. Él
vino aquí con un visado de estudiante, hace unos cuatro años. Con ese
permiso puede residir sólo unos años, mientras termina sus estudios (pero él
piensa hacer lo imposible por quedarse más). Además, puede trabajar solamente
un número reducido de horas (pero le echa casi el doble que yo: es la
Antes,
cualquier paquistaní podía tomar el pasaporte y venirse; ahora, quedarse
resulta una odisea
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magia del pago en negro). Su situación es la de
muchos, es inestable… es, sin duda, un quebradero de cabeza. Quedarse para
siempre, me ha contado, resulta para ellos una odisea que
hace que muchos se decanten por la más fácil e inmoral de las
soluciones: unirse en un amor ficticio con alguna europea para
contagiarse, aunque sólo sea legalmente, de su “europeidad”.
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Pero,
como digo, para los mayores era más fácil. Muchos apenas tienen estudios;
pertenecen a las zonas rurales y más deprimidas de Paquistán. Algunos nunca
fueron a la escuela, como el chef, que, dado que no sabe leer los nombres en
los letreros de la comida preparada, hoy me los ha colocado mal (y, qué
despiste, me ha hecho servirle una samosa de carne a un vegetariano). Deduzco
que para ellos el idioma es sólo hablado. El grandote que coloca las verduras,
por ejemplo, no sabe hablar urdu y se expresa con los demás en un inglés
aprendido con desgana durante sus varias décadas en el país, del que apenas
puedo yo entender una o dos palabras. ¡Qué aislado se debe de sentir un ser
humano viviendo así! Eso sí, sus compatriotas hacen los esfuerzos pertinentes y
le tienen como una pieza más de la comunidad, tan fuerte como cualquier otra.
Entre
los jóvenes, sin embargo, todos estudian y son multilingües; algunos se están
preparando un máster; todos hablan urdu (su “castellano”, su lengua troncal) y,
además, otras lenguas regionales, como el punjabi o el kashmiri. También
aprenden, en las “madrasas”, árabe, para el rezo, e inglés, desde la
escuela: haber sido colonia deja cosas tan dispares como cierta
humillación y el dominio precoz de un segundo idioma.
En
la entrada de la tienda hay un cartelito verde que reza: “Éste es el santuario
de mi Señor”.
Cada
mañana, durante una o dos horas, una voz grabada recitando el Corán suena por
toda la tienda. Una vez le pregunté a Tariq, de broma, que si podía bailar
aquella “música”; puso cara de susto. Una clienta inglesa, otro día, me mostró
su disgusto:
-Si
quieren rezar, ahí tienen la mezquita.
Le contesté que,
sinceramente, a mí no me molestaba. Un poco más incómodo, eso sí, es comer en
la “sala de los rezos”. Pasando la cocina hay un cuarto humilde y sin sillas
donde vi por primera vez el fenómeno de las alfombras con brújula incorporada.
Los primeros días veía a mis compañeros rezar a mi lado mientras comía, pies
recién remojados en la palangana próxima, absortos en aquella mímica estudiada…
De primeras, todo tenía una áurea mística de mezquita, de territorio exótico de
leyendas y santuarios lejanos. Pero a todo exotismo se acostumbra uno y, más
adelante, acabé cambiándome a un cuarto menos espiritual para el almuerzo.
En unas vidas marcadas por
la religión, también lo son las costumbres, obviamente. Entre los jóvenes, veo
que algunos toman alcohol y otros no; algunas llevan velo y otras no; algunos
chavales se dejan la barba, al estilo tradicional, pero no todos. Todos hacen
sus pertinentes descansos para los rezos y el viernes es día de dedicar media
hora a la mezquita. Durante el mes del Ramadán –que en Inglaterra, si cae en
verano, es algo aún más penoso dado que el sol sale a las tres y se pone a las
nueve-, el chico que atiende en puesto de la comida preparada me confiesa lo
mucho que sufre durante las nueve horas que tiene que estar sirviendo estos manjares
sin poder probarlos. Intento averiguar dónde chocan ambas culturas, el
mantenimiento de las tradiciones, especialmente entre aquéllos que se
han criado en Paquistán y no aquí. Uno de los
Las tradiciones de Paquistán, traídas a modo de
equipaje, se llegan a mezclar con las occidentales
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más jóvenes nos habla un día, como quien no quiere la cosa, del matrimonio
concertado que le espera en su país. Lo cuenta, contento. Como todos, ve
la unión familiar como el principal objetivo en la vida. Hacia aquella novia
ausente, cuyo rostro ni siquiera ha visto nunca, parece sentir el mayor de
los conformismos.
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Y no es el único. Tariq me
habla de otros compañeros, igual de jóvenes, en cuyo dedo hay ya un anillo,
cuyas prometidas les esperan a la vuelta, y me explica porqué se casan tan
pronto: ellas deben llegar vírgenes al altar. Le pregunto si, generalmente,
aquéllas chicas que vienen aquí siguen manteniendo esa costumbre. No duda
mucho: me responde que sí. Él ya ha conocido en su país a varias mujeres jóvenes
despreciadas por toda la comunidad por haber vivido con un hombre sin haber
sido bendecidos previamente por el santo lazo matrimonial. La educación es
parte de tu equipaje, vengas de donde vengas.
Donde
estalla la cultura, la distinción, sin pudores, es en los días de sus
festividades.
En
sus fiestas, que siempre son comunitarias, siempre de varios días; en el Eid ul Adha, en el felicísimo día del fin del ayuno… Traen ellos
sus ropas típicas; las
chicas visten el salwar kameez, esos
vestidos que llenan de colores los escaparates de barrios como Bricklane. Una
de las cajeras acude el “día del sacrificio” como sacada de un musical indio:
el exotismo colorido del vestido, de los abalorios y del peinado no le pasa
desapercibido a ningún cliente, acostumbrados algunos –pero otros no- a esta
curiosidad bollywoodiense.
Y, en fiestas, o fuera de
fiestas, se sirve la comida “más auténtica de Inglaterra”.
Tiene, su cocina, algo de
árabe, de turco, de indio… todo adaptado para los paladares ingleses, los
adoradores del picante. De hecho, el balti, la versión inglesa, no
es demasiado ancestral: data apenas de los 70s. Se sirve el célebre chicken
tikka masala, de origen desconocido. Corren las samosas, los papadomus,
las onion bhajis… así como los arroces de varias tonalidades
envueltos en esas maravillosas y cremosas salsas igualmente multicoloridas.
Comer esto a diario, descubro, no es lo ideal para el estómago. Tariq conoce
bastante bien las propiedades y milagros de al menos ochenta tipos diferentes
de especias.
Yo como cada día en la
tienda, en compañía de mis compañeros de trabajo. La cocina es estrecha,
impregnada del sonido del caldo burbujeando y el olor a curry. El viejo chef,
después de manosear la masa de los falafeles, se une al corrillo de los otros
dos chicos. Están sentados en círculo; comen todos de un solo plato. Cogen los
pedazos de cordero con salsa envueltos en los trozos de pita, con la mano
derecha. Es un centro humilde, distante de la lujosa oficina donde comen los
jefes –con mesas y sillas no sólo reales, sino de buena calidad; con una
calefacción que no es la de los fogones-. Hablan entre ellos; no les entiendo.
La chica del velo es muy reservada en inglés pero en urdu resulta ser
parlanchina. Sólo hay un plato, para todos; yo soy la única allí que
come de un plato diferente y propio. Comer del mismo plato es toda una
simbología. Descalzos, algunos; con la mano desnuda. Mientras los
occidentales separamos nuestras porciones en platos distintos, ellos prefieren
la forma rudimentaria, calcular a ojímetro, compartir puñados y
escrúpulos… como lo hacen todo, observo: como la masa compacta que son.
Parece
difícil que una sociedad así pueda llegar a integrarse en otra tan
rematadamente diferente como la inglesa. Como es obvio, losas de años pueden
llegar a fusionar el agua y el aceite con un resultado, ya digo, inimitable.
Parece
difícil, pero sucede. La paquistaní es la comunidad con más negocios propios,
tiendas, off licence, taxis… etc. Pocas mujeres, eso sí. Muchos de
los paquistaníes que nacieron ya en Reino Unido, cuyas familias
llevan generaciones viviendo en esta tierra, dicen sentirse, como es obvio, más
europeos que asiáticos. En un foro, un paquistaní comenta: “Eres británico; no
tienes nada en común con Paquistán salvo alguna conexión con una nostalgia
falsa e idílica del país inflada por tus abuelos y abuelas”. Dicen llevar las
raíces en la piel, y nada más.
Y,
como todo gran grupo, no puede pasar desapercibido, para bien o para mal. La
palabra “paki” nació aquí, con el propósito del agravio (aunque algunos la usan
ahora para autodenominarse como otros hicieron con “nigga”). Los paquistaníes
británicos son la diana preferida de los ataques racistas, junto con los
inmigrantes de Bangladesh. Leo acerca de disturbios raciales como los
ocurridos en 2001 en Bradford después de que un grupo de paquistaníes
protestara en la calle contra una convocatoria racista. Claman los graffitis, o
la voz anónima de la calle, las proclamas de algunos: “We hate packies”, “Kill
all muslims”, “Paki go home”, “Keep Britain white”. Etc.
Inglaterra
es multirracial (y, cuanto más color, menos alergia a los colores). Pero el
racismo, obviamente, existe. Si no, no existiría
el Frente Nacional: la NF, es decir, el partido político
opuesto a la inmigración no blanca y partidario de la repatriación de los no
blancos. Su mensaje es tan claro como agresivo. Abogan por expulsar todo
emigrante de color “y a su prole”; llaman a crear redes entre las “naciones
blancas” de Europa. En lo único que no se ponen de acuerdo es en otro colectivo
destacado: los polacos (como blancos, los “perdonan”; como inmigrantes, algunos
los quieren fuera). Los paquistaníes son, junto a los negros, su principal enemigo a batir. En sus páginas web de proclamas leo algunos consejos para
El partido Frente Nacional aboga por expulsar todo
emigrante de color “y a su prole”
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defender el patriotismo british: “Asegúrate de que el
taxista es británico, olvida los kebab, cocina tu propio curry,
rechaza las tiendas halal”… así como una llamada a crear unidades
que persigan a las mujeres con trajes musulmanes y les hagan sentir incómodas.
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Efectivamente, aún
aquéllos que ya nacieron aquí tienen la tierra en la piel, acostumbrados
a sentirse británicos pero ser percibidos como un elemento extranjero.
Supongo que, para aquellos que no han elegido su condición de inmigrantes –es
decir, los que nacieron ya siéndolo-, es algo con lo que uno debe aprender a
convivir, lo quiera o no. Leo en un foro:
<<Los británicos y
europeos en general no ven a los inmigrantes o los nacidos aquí como europeos
de verdad, a pesar del pasaporte. Esa es la dura realidad y explica porqué
tantos turcos en Alemania siguen marginados después de casi 50 años. Lo mismo
ocurre con la frustrada juventud árabe en Francia, que sigue siendo excluida de
los trabajos>>.
Parte dos: Paquistaníes en Inglaterra: Quedarse
Artículo e
ilustración: Diana Moreno
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